El enorme y lujoso auto estacionó frente a la parroquia. De él bajó un hombre de mediana edad, muy bien vestido y con signos de indudable prosperidad. Se dirigió al cura párroco y le dijo:
- ¿Se acuerda de mí, padre?
El cura lo miró por encima de las gafas, jamás olvidaba una cara.
- Claro, estuviste aquí hace casi un año, vestías en harapos y tenías hambre. Decías que habías perdido todo, que te descuidaste y que tu propia gente te había robado, estafado y humillado. Pero si mal no recuerdo, también sostenías que ya no había posibilidades para tí... y por lo que se ve, estabas equivocado.
- Estaba muy equivocado, padrecito, porque ese día usted me dio un consejo, ¿Lo recuerda?
- Sí. Creo que te conté que mis ancestros en España cuando tenían un problema y no encontraban solución, tomaban los Santos Evangelios y los dejaban caer sobre la mesa para que se abriera al azar y ponían luego un dedo en el texto sin mirar dónde, porque confiaban en que Dios los guiará a la respuesta precisa...
- Exacto. Le confieso, padre, que me fui a casa riéndome de su ingenuidad. Mi problema es concreto pensé, qué tendría que ver Dios con todo eso. Pero esa noche me encontré tan desesperado que tomé el libro de los Evangelios del cuarto de mi madre y me animé a seguir su consejo... Al leer lo que señalaba, entendí todos mis errores y pude salir del horrible lugar en el que estaba... en señal de gratitud, he traído una donación para la parroquia, espero no ofenderlo. Volveré el año próximo. Una vez más, gracias padre, ha sido un placer conocerlo.
Y dicho esto empezó a marcharse...
- Un momento, hijo mío -lo detuvo el cura- , me gustaría saber, antes de que te vayas, qué decía la frase que tu dedo señaló en el Evangelio.
- Ah, sí, claro padre, decía "Capítulo 18".
- Perdona mi mala memoria -respondió el cura- pero, ¿Qué dice el capítulo 18?
- No lo sé padre, nunca lo leí -dijo el hombre-. Lo que pasó fue que al ver la frase, me di cuenta de que más allá de lo que dijera el capítulo 18... el capítulo 17 había terminado.
- ¿Se acuerda de mí, padre?
El cura lo miró por encima de las gafas, jamás olvidaba una cara.
- Claro, estuviste aquí hace casi un año, vestías en harapos y tenías hambre. Decías que habías perdido todo, que te descuidaste y que tu propia gente te había robado, estafado y humillado. Pero si mal no recuerdo, también sostenías que ya no había posibilidades para tí... y por lo que se ve, estabas equivocado.
- Estaba muy equivocado, padrecito, porque ese día usted me dio un consejo, ¿Lo recuerda?
- Sí. Creo que te conté que mis ancestros en España cuando tenían un problema y no encontraban solución, tomaban los Santos Evangelios y los dejaban caer sobre la mesa para que se abriera al azar y ponían luego un dedo en el texto sin mirar dónde, porque confiaban en que Dios los guiará a la respuesta precisa...
- Exacto. Le confieso, padre, que me fui a casa riéndome de su ingenuidad. Mi problema es concreto pensé, qué tendría que ver Dios con todo eso. Pero esa noche me encontré tan desesperado que tomé el libro de los Evangelios del cuarto de mi madre y me animé a seguir su consejo... Al leer lo que señalaba, entendí todos mis errores y pude salir del horrible lugar en el que estaba... en señal de gratitud, he traído una donación para la parroquia, espero no ofenderlo. Volveré el año próximo. Una vez más, gracias padre, ha sido un placer conocerlo.
Y dicho esto empezó a marcharse...
- Un momento, hijo mío -lo detuvo el cura- , me gustaría saber, antes de que te vayas, qué decía la frase que tu dedo señaló en el Evangelio.
- Ah, sí, claro padre, decía "Capítulo 18".
- Perdona mi mala memoria -respondió el cura- pero, ¿Qué dice el capítulo 18?
- No lo sé padre, nunca lo leí -dijo el hombre-. Lo que pasó fue que al ver la frase, me di cuenta de que más allá de lo que dijera el capítulo 18... el capítulo 17 había terminado.
Vale la pena insistir, crear, reintentar, reempezar, construir y compartir.
Vale la pena vivir.
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